Publicado en El Papel de Cercedilla
Artículo de José Manuel Ribera Casado
Pues sí, Cercedilla puede ser un buen lugar para los viejos. Por lo menos, este viejo y su mujer (no tan vieja, pero que ya tampoco hace la mili) lo hemos elegido como alternativa a Madrid para disfrutar de la cuarentena que nos impone el covid-19. Dado que pertenecer a lo que llaman «población en riesgo» obliga a extremar las precauciones…, ¡dónde mejor que en Cercedilla! Tranquilidad —aunque en estos días parece que esa es también la tónica de Madrid—, mayores posibilidades de estar al aire libre aunque sea en la propia casa, ausencia de ruidos, buenos amigos a la hora de comprar lo que nos dejan —como por ejemplo el periódico (saludos a Carlos y Mari Carmen) o medicinas en la farmacia—, supermercado abastecido y con gente amable, ambiente luminoso y panorama relajante: montes, prados y vacas en lugar de coches, casas y asfalto. Todo son ventajas.
Estos días parece obligado hablar del coronavirus y de su lista de desgracias asociadas En mi caso desde el prisma de la geriatría. Comentaré un par de puntos más allá de los problemas locales. Me he quejado en voz alta de que periódicos, radios y televisiones asociaran, sobre todo en los inicios, la edad y la mortalidad como elementos que, inexorablemente, van unidos. Pues bien, muchos de los enfermos y de los muertos no son viejos. Y hay además personas mayores que enferman, sobreviven y se curan. La edad en sí misma no es determinante de nada. Puede serlo cuando se asocia a otras condiciones, no siempre vinculadas a la salud. Asociar oficialmente edad y mortalidad solo sirve para estigmatizar aún más a la población mayor. Incluso puede conducir a su exclusión de medidas que han demostrado ser útiles pero que en un momento de gran demanda no alcanzan para todos. Mensaje repetido: la edad en cuanto tal no debe utilizarse nunca en medicina como criterio de decisión diagnóstica ni terapéutica. Lo dice la bioética y lo dice también el sentido común.
Otro tema que sale una y otra vez en estos días es el que tiene que ver con el mundo de las residencias. Se ha utilizado, esencialmente, como munición política para atacar al Gobierno y al grupo de expertos designados por él, denunciando falta de previsión e incompetencia. Se trata de una cuestión que, en efecto, merece un análisis sosegado y profundo. Sobre todo porque cuando llegue la normalidad habrá que extraer lecciones para el futuro. En todo caso cualquier tipo de reflexión debe partir de unas bases previas. La primera y más obvia es que las residencias son necesarias. Idealmente la gente desea estar en su casa, pero hay personas mayores que no disponen de ella o, por razones derivadas de su mala salud, situación de dependencia u otras, requieren de estas instituciones. En España se aproximan a medio millón quienes las necesitan.
La segunda premisa es que las residencias constituyen un colectivo muy heterogéneo que difícilmente se puede valorar en bloque. Lo son en relación a su adscripción: públicas, concertadas, privadas con o sin ánimo de lucro, etc. También a su tamaño, desde diez o doce camas hasta varios cientos. Incluso en lo referido a las normas por las que se rigen, con disposiciones de ámbito estatal, comunitario o municipal. Y, por supuesto, existen enormes diferencias en cuestiones que tienen que ver con la dotación material y de personal, así como con la cantidad y calidad de los servicios ofertados.
Un tercer factor es la evidencia de que quienes viven en ellas son muy vulnerables a cualquier agresión externa que afecte a la salud. En este caso, el coronavirus. La edad media del residente se aproxima a los noventa años. Muchos requieren ayudas (son dependientes) para diversas actividades de la vida diaria. La norma es que estén polimedicados y con pluripatología física y/o mental. Su vida transcurre en un entorno muy cerrado, con poca intimidad y con unas rutinas diarias compartidas en espacios comunes. Además, al tratarse de una alternativa al propio domicilio, el nivel de medicalización de las residencias suele ser bajo, lo que las obliga a estar a expensas de la atención primaria del centro de salud más próximo para cualquier problema de salud sobrevenido.
A partir de estas premisas no debe extrañar que el virus se haya ensañado con las personas que viven en este medio. Es cierto que en un primer momento no se prestó demasiada atención al colectivo. Se insistió en medidas generales orientadas a la ciudadanía e incluso en establecer protocolos hospitalarios ante la avalancha que se venía encima. La responsabilidad en el retraso en la atención al medio residencial está muy repartida. El equipo coordinador central no fue el único —ni probablemente el principal— culpable de actuar con retraso. No detectaron el problema las comunidades autónomas competentes en estas materias, o, si lo hicieron y se lo callaron, sería aún peor. La mayoría de las empresas responsables de las residencias también reaccionaron tarde y mal. La lista puede ser larga. A esta tardanza culposa cabe añadir un ambiente social caldeado que explica bien los dos principales problemas de atención cuando todo se desborda. El rechazo por parte de las urgencias y de las ucis hospitalarias, y las enormes dificultades para aislar a estos enfermos en unos centros que no estaban diseñados para la situación.
Bien mirado, ha habido ejemplos para todo, desde los desastres que nos han mostrado los telediarios hasta residencias en las que no se ha producido ni un solo caso de contagio —alguna de ellas, por cierto, aquí en Cercedilla—. La interpretación parece clara y pasa por la ya citada heterogeneidad de este mundo. Probablemente también por factores derivados de un mal control por parte de las administraciones y de muchas de las propias empresas, responsables directas de vigilar las medidas preventivas y las señales de alarma. El edadismo social, fomentado a través de los medios, es otro factor que contribuye a explicar la mala atención prestada al colectivo. Probablemente es pronto para intentar extraer cualquier tipo de conclusión más o menos definitiva, pero lo que parece claro es que la cuestión ha quedado sobre la mesa, pendiente de la búsqueda de fórmulas que mejoren el futuro del mundo residencial.
Otro comentario de carácter general que no me resisto a hacer tiene que ver con la miseria mental exhibida sin pudor desde ámbitos a los que cabría atribuir un mayor grado de solidaridad en la lucha contra una plaga que a todos nos afecta. «Al enemigo ni agua», dijo alguien en plena batalla. El caso es que aquí el enemigo es el coronavirus, pero para algunos no lo parece. Desde luego no son enemigos quienes se están dejando la piel por hacer las cosas lo mejor posible. Pero vemos cada día cómo, ante cualquier toma de decisión —da igual el tema—, si se propone blanco habría que haber propuesto negro, y si negro lo correcto hubiera sido blanco.
Parece, visto lo visto, que rememos en barcos distintos, que no todos deseemos el fin de la pandemia. Lo importante es erosionar al contrario, barrer para casa, condicionar cualquier colaboración a lo que se supone es el interés de mi colectivo o de mi partido. Amenazar con los jueces que, por cierto, no creo que pinten mucho en este panorama, y un etcétera larguísimo. Estamos ante un problema nuevo sobre el que no hay experiencias previas. Es evidente que hay que improvisar, que se cometen errores, que estos deben ser señalados cuando se detectan y que las rectificaciones tienen que ser frecuentes. Pero el objetivo final debiera ser único para todos.
Dicho todo lo anterior, vuelvo a Cercedilla. Mi experiencia personal en este encierro local que, en mi caso, ya ha superado las seis semanas está siendo muy positiva. Aunque sea confinado y con unas salidas muy limitadas, siempre dentro de las excepciones previstas, mi percepción de cómo viven sus habitantes este periodo es sin duda muy buena. Apenas gente en las calles, protecciones con mascarillas y guantes en los supermercados, colas que respetan las distancias tanto para entrar en los locales autorizados como a la hora de pagar en las cajas correspondientes, y mi vecina haciendo batas para hospitales y residencias. Sobre todo, una actitud de educación y enorme respeto hacia el resto de los conciudadanos. Disciplina, solidaridad vecinal y buen rollo. Yo veo y escucho en las conversaciones que me quedan a mano ambiente de esperanza, de que esto no va a durar siempre y que pronto volverán los encuentros, los abrazos y las salidas a cenar juntos.
Hagamos todos porque sea así.
Publicado en El Papel de Cercedilla
Artículo de José Manuel Ribera Casado